No se llega del todo a Valencia hasta que se entra en ella a través de la Estación del Norte.
Atrás quedan las huertas, los polígonos industriales y los pueblos de la periferia. En tren, el viaje termina en el corazón de la ciudad.
Quienes nacieron en Valencia nunca recordarán cómo es verla por primera vez, sentirla extraña y aprender a conocerla, a reconocerla con el tiempo.
Ese es un privilegio de aquellos que vienen de fuera, de los “forasteros”.
De los estudiantes de pueblo que llegan cada domingo. Ante ellos, la ciudad desconocida late tras las puertas de la estación, con su enjambre de calles por descubrir y edificios abigarrados que son un anticipo de su independencia.
De los inmigrantes que la perciben como una promesa de futuro.
Y de los viajeros que eligen el tren porque saben que es –junto al barco- la forma más respetuosa de entrar en una ciudad, sin estridencias, a la velocidad justa para poder apreciar la transformación de espacio rural en urbano.
Los valencianos que hayan vivido lejos de Valencia podrán reencontrarse con ella, redescubrirla a su regreso.
A los que nunca hayan abandonado la ciudad, siempre les quedará la opción de coger un tren, salir de sus límites y volver, en una especie de simulacro cuya intención es penetrar en la urbe a través de su mejor puerta.
Arquitectura de una estación
Del edificio de Demetrio Ribes, construido entre 1907 y 1917, se suele decir que tiene inspiración vienesa, que bebe de la arquitectura de Otto Wagner.
Los mosaicos, el trencadís que desea buen viaje en varios idiomas y la repetición del escudo de la ciudad como un sello de identidad son inequívocamente valencianos.
Y las estrellas rojas de cinco puntas le hacen soñar al viajero que está desembarcando en otro tiempo, en el andén de alguna ciudad soviética.
Por suerte, en tiempos de la extinta Compañía de los Caminos de Hierro del Norte de España –a cuyo emblema debemos en realidad la proliferación de estrellas en la estación- no se construían edificios temporales de paneles de plástico.
Alguien dijo que las estaciones son las catedrales de la era industrial. En ellas, lo delicado se combina con lo majestuoso. Y la elegancia reluciente de los vestíbulos da paso sin transición a naves de acero donde rugen los trenes.
En esa contradicción, y en saber que una estación siempre es la antesala de una ciudad nueva o de un viaje que recién empieza, reside parte de su encanto.
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